Para 1620, las tierras e indios del Valle de Aragua hallábanse repartidos en 14 encomiendas, cuyos dueños eran todos vecinos de la ciudad de Caracas. A cada encomendero correspondía una amplia extensión de tierra, en esta tenía ordinariamente una hermosa casa y junto a ella,las pobres viviendas de los indios que le eran encomendados. El dueño solía tener siempre un encargado especial que le suplía, principalmente, durante sus largas ausencias en la capital. De este modo, los aborígenes se veían en cierto modo a la voluntad y caprichos de sus encomenderos y su formación religiosa era casi imposible, pues el cura doctrinero tenía que correr de una encomienda a otra, y durante largos días los indios quedaban sin auxilio espiritual alguno.
El Gobernador Francisco de la Hoz Berrío y el obispo Gonzalo de Angulo, apoyándose en la Real orden del Rey Felipe III, del 18 de Abril de
1618, y en otra del 4 de octubre del mismo año, ambos, de común acuerdo, ordenaron la formación de pueblos con los indios de todas las encomiendas de Venezuela. Para el Valle de Aragua el Gobernador delegó a Pedro Gutiérrez Lugo, su teniente de gobernador en Caracas, con el carácter de juez poblador y el Obispo, a Don Gabriel de Mendoza, cura y vicario de Caracas, también con el carácter de juez comisario poblador. Ambos delegados recorrieron el Valle de Aragua, visitaron todas las encomiendas y eligieron el sitio más propicio y céntrico para la fundación de cuatro pueblos, que fueron: La Victoria, Turmero, Cagua y San Mateo.
Para el de San Mateo, se dispuso que los indios de las encomiendas de Tomás de Aguirre, de Antonio de Bolívar y de Pedro Sánchez
Borrego debían agruparse todos en el sitio céntrico que llamaron San Mateo. Allí el 30 de noviembre de 1620, reunidos el juez comisario y los dueños de las tres encomiendas, recibieron estos órdenes de facilitar a los indios su inmediato traslado para aquel sitio. A continuación se puede apreciar un extracto de la relación escrita por el notario eclesiástico de la erección de la iglesia de San Mateo en el Valle de Aragua:
" Y en treinta días del dicho mes de noviembre y año susodicho, el dicho juez comisario erigió y fundó otra iglesia en el dicho valle de Aragua, doce leguas de esta ciudad, poco más o menos, el en pueblo fundado de San Mateo con la advocación y nombre así mismo del señor San
Mateo y agregó a este curato y doctrina las encomiendas de Tomás de Aguirre, Antonio de Bolívar y Pedro Sánchez Borrego y el dicho juez les mandó con pena de censura exhibiesen cada uno de los ornamentos que les fueron repartidos dentro de un mes y dentro de dos diesen hecha y acabada la iglesia, sacristía y casa del cura doctrinero con sus cementerios en la parte señalada”.
El doctrinero de San Mateo que atendía a los indios en los repartimientos, y luego en San Mateo y que estuvo al frente de los cambios y construcciones rudimentarias, ya que la premura del tiempo no permitía la dilación en los trabajos, fue el Padre franciscano Fray Francisco de
Trejo. En una declaración suya que dio en julio de 1621, dice que durante trece años había sido cura doctrinero de los indios, pero que su labor había tenido poco resultado, pues tan solo podía quedar poco tiempo en cada repartimiento. Después de haber empezado su enseñanza catequística, tenía que abandonarla para acudir a otra. Ahora en San Mateo, donde estaba de párroco desde hacía ocho meses, atendía mucho mejor a la enseñanza de los aborígenes por estar todos reunidos en poblado.
Al correr de los años, tanto en San Mateo como en las demás poblaciones indígenas, cambiaban los encomenderos de los indios, así vemos que en 1688 estos eran el Maestre de Campo Juan de Liendo, el Capitán Luis de Bolívar y el señor Luis Arias Altamira.
Corría el año de 1709, bañaban los rayos del sol de noviembre en torrentes de luz los montes de Pipe, al norte del villorio, y al soplo continuo y halagüeño de una brisa refrigerante y embalsamada, ondulaban los ricos cañaverales del ubérrimo Valle del Aragua, donde las plantaciones de caña dulce, de añil y cerrados maizales habían sustituidos a lo tupidos bosques del siglo anterior.
El pueblo contaba entonces con solo humildes y pajizas chozas, regadas sin orden ni armonía en torno de la iglesia parroquial, cónsona esta, por la humildad de su aspecto interior, con la pobreza e indigencia de los vecinos. Su chata torre, cual dedo extendido, señalaba el cielo, recordando a todos su eterno destino; y el agudo tañer de su campana llamaba a los niños de ambos sexos a la doctrina que con celo y amor, les explicaba el Rvdo. Padre Fray Nicolás de la Torre. Era, en este venturoso año cacique de la comunidad indígena de San Mateo, Don
Mateo de Oroguaypuro, u Oroguaypur, quien gozaba de gran prestigio entre sus coterráneos.
Distante una cuadra de la iglesia estaba situada la choza del indio Tomás José Purino, hombre sencillo y temeroso de Dios, de conducta recta
y fama intachable, siendo notoria su pureza de costumbres y verdadera religiosidad; gozaba entre los suyos del aprecio a que siempre se hace acreedora la virtud con tal razón veíase investido con el cargo de fiscal de la Doctrina. Estaba unido en legítimo matrimonio con Inés
Heredia, también india de vida arreglada, que compartía con él los mismos sentimientos y deseos.
En la mañana del 26 de Noviembre del ya citado año, salió Tomás José Purino al patio interior de su casa y dióse a la faena de ajar un tronco de un árbol para el uso particular de su hogar. Apenas había iniciado su trabajo, cuando dirigiendo la vista a un punto del suelo, inmediato a él, observó con rara extrañeza una curiosa novedad: a medida que golpeaba el palo con el hacha, el suelo se movía, y se levantaba ligeramente la tierra. Con viva curiosidad observaba Purino este inesperado fenómeno, que su mujer atribuyó en un principio al vigor y fuerza con que golpeaba el madero, pero, prosiguiendo el indio su ruda faena, creció de pronto su extrañeza al observar que la tierra, levantándose hasta formar una pequeña prominencia, se iba abriendo dejando en su centro una como raja u hoyo. No conteniendo su emoción exclamó a grandes voces: "¡Inés, Inés, ven, corre!".
No sabiendo el motivo de esta alarmante llamada, acude presurosa la india y ambos esposos vieron como por la raja del centro de la prominencia de la tierra, que lentamente se había formado, salía, hasta quedarse parada encima, una diminuta imagen del tamaño de una moneda de un vellón (aproximadamente el tamaño de una moneda actual de 500,00 Bs.).
Indescriptible fue la emoción de Purino y de su mujer cuando, acercándose más, advirtieron que la imagen aparecida representaba a la Virgen sentada sobre una media luna y sosteniendo con la mano derecha al Niño, posado sobre sus rodillas. A una orden de su marido, trae Inés un pañito con el cual el indio, doblada la rodilla, coge la sagrada imagen y la coloca en un altar de su casa, en medio de luces y flores con que la adornaron los afortunados moradores de esta bendita mansión.
Divulgóse este prodigio por todo el pueblo, y la choza del indio se llenó de gente que acudía a contemplar a esta imagen y a oír el prodigioso relato de su providencial hallazgo. Quiso entonces el fervoroso Purino ofrecer a la Madre de Dios el espiritual obsequio del Smo. Rosario, que rezó en compañía de su madre María Micaela, de su mujer y de los muchos indios y demás gentes del pueblo que entonces llenaban su casa.
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